de bolos
Quehaceres laborales me han catapultado
a tierras italianas. De los quehaceres no voy a escribir aquí. Todo
resultó estupendo y francamente productivo. Lo que quiero es
solazarme con el recuerdo de lo que he vivido los días de trabajo y
los dos de ida y vuelta, que nos permitieron una idea aproximada del
entorno que visitábamos.
El día de la llegada aprovechamos para pasear por Bergamo, Saló, Brescia, Verona y creo que no me dejo nada (bueno, Iseo, el destino final). El de regreso, pateamos Milán.
Bergamo es increible. No sé si al ser
la primera parada (y la primera pizza) lo vi con ojos ansiosos de
cosas nuevas. El caso es que me pareció una ciudad formidable. En
realidad, son dos ciudades: la alta y la baja. La ciudad alta es la
medieval, con sus callecitas y recovecos. Sus tienditas y los suelos
empedrados. Vistas espectaculares y todo muy frondoso. Muy
renacentista. Muy lleno de verde, flores y volutas. La ciudad baja,
la moderna, también merece un paseo. Pero si no se anda bien de
tiempo... mejor subir.
Además de Bergamo, me fascinó Milán.
No sé por qué, tenía la idea preconcebida de que Milán era una
ciudad industrial, gris. Normalucha y tal. Y no hay nada como las
ideas preconcebidas para disfrutar millones con cosas tan simples
como doblar una esquina y quedarse sin habla porque os-tras qué
maravillosa catedral.
La catedral de Milán es magnífica. Y
diferente a cualquier otra que hayáis visto en vuestra vida. La
catedral me asombró. El resto de la ciudad me encantó. Cualquier
día me da un ataque de coger un avión y plantarme allí para
disfrutarla sin agobios de tiempo que no tengo.
Saló resultó relajante (está a
orillas del enormísimo Lago Garda) y Brescia y Verona no me
entusiasmaron demasiado. Puede deberse al cansancio (lo de los ojos
de antes... que cuando llevas un día de visitas y caminatas y
necesidad de abarcarlo todo, al final ya sólo quedan ganas de coche
y cama). Las dos son ciudades pordondepasamoja. Lo mismo
Verona tiene el pelín romántico de Julieta asomándose al balcón
ay romeo romeo, pero vamos, que llegar al balcón y querer salir
corriendo es un fact.
Y luego Iseo. Nuestro lugar de destino
y trabajo. Iseo es un pueblo, efectivamente situado a orillitas del
lago del mismo nombre. A pesar de que el tiempo resultó
extraordinario, nuestra primera vista del pueblo y del lago resultó
envuelta de bruma, lluvia y truenos. Y, como la catedral del último
día, consiguió hacerme olvidar lo de respirar.
Iseo es serenidad. Es ganas de cerrar
los ojos y dejar que todo el aire del mundo llene los pulmones. Es no
querer que existan los teléfonos móviles ni las prisas. Es otro
lugar al que volver.
Ése poquito vi y ése poquito me ha
servido para querer un mes en Lombardía. Sin contar con el otro mes
que necesito para satisfacer mi gula italiana. No he comido tan bien
tantos días seguidos... yo creo que nunca. Qué placer y qué
delicia sentarse en la mesa y dejarse llevar por los olores y los
colores y los sabores de la comida. Me recordaba yo mucho a
Montalbano, disfrutando al máximo de cada bocado. Las comidas de
trabajo son mucho más productivas en Italia. Tanta exuberancia
genera una creatividad arrolladora. He sido muy feliz cada día que
he pasado allí.
Y poco más. Que aunque
hayan pasado ya unos días, aún ando despistada y con un sueño
monumental y mañana -oh oh- madrugo.
En fin, que mola que nos pasen cosas
chulas. Y esta experiencia ha sido extraordinaria. Como la que tiene
que estar pasando mi bebé M ahora mismo, que esta noche la pasa en
la sala de dinosaurios del Museo de Ciencias Naturales... Feliz,
feliz.
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