francia
Este verano he leído un
par de libros tan bien ambientados en la bretaña que qué ganas de
ir, oyes. Ni corta ni perezosa, seguramente azuzada por la angustia
de la quincena sinhijos, puse rumbo de dos días al norte con
la idea inicial de llegar a Pont Aven, pero con la seguridad de
quedarme a medio camino.
Y así fue que llegué a
Cognac -tan poco tiempo no da para mucho más- ¿Por qué Cognac? Primero porque es una referencia conocida.
Madre vivió allí de jovencita, como yo lo hice en Kenilworth
después, y he crecido con Cognac codificado en mi adn. Segundo, porque
descubrí un hotel muy únicoespecial (esa adorable caravana de la izquierda fue mi habitación) y me apeteció.
Total, que carretera
arriba, parada en Beasaín, atascazo en Burdeos, llegada a Cognac y (i)
qué preciosidad y (ii) qué ganas de descubrir Francia (y, si eso,
quedarme allí a vivir).
Cognac es una ciudad
deliciosa, de rincones acogedores. Tiene un río precioso y
tranquilo, árboles frondosos -verde hasta donde alcanza la vista-
casas grises de muros sólidos y mucha mucha tranquilidad.
De Cognac a Rochefort, de
Cognac a Angulema, de Cognac a Pamplona. Románico hasta el infinito
y la angustia de entender y no poder.
Buen tiempo y buen tiempo
es temperatura agradable y una mañana de lluvia suave. Crepes y un
queso espectacular. El coche que apesta y las ganas del martes de
llegar a casa para abrir la nevera y disfrutar con cualquiera de los
que me he traído.
Una chica con paraguas
que alegra el asfalto caliente. Mantequilla. Un baile local. El silencio enorme y nocturno de los cisnes. Leer. Pasear. Escribir postales
(hacía un par de vidas que no enviaba postales). Viñedos.
Girasoles. Ganas de volver.
Pues sí, un gran y repetible fin de semana.
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