Un libro que no

No suelo ser públicamente crítica con lo que leo porque parto de un conocimiento previo aterrador: la enorme dificultad que entraña pensar y llevar al papel una historia, qué digo una historia... algo, lo que sea.

Escribo de libros que me entusiasman, que en un momento me hayan podido interesar, de frases que me hacen pensar, de ideas que llaman a gritos mi atención, pero nunca dedico un pensamiento público (por supuesto, en petit comité soy una apisonadora) a esos libros que ni blanco ni negro, sino todo lo contrario.

Todavía no tengo claro si romper o no el silencio, si comentar abiertamente el libro que acabo de leer. Un libro que -escribir es complicado blablablabla- me parece una auténtica tomadura de pelo. Es una historia muy ligerita -eso ya lo intuí cuando lo compré (¿y por qué lo hice? Porque me sentía un mucho hundida y la portada estaba llena de colorines, ya ves)- de unos hermanos que pasan un par de días absurdos tomando el sol. Un argumento sobrecogedor (lo sé, ay), un estilo de lo más vulgar y una traducción de -como poco- lágrimas de elefante. Mantengo mi silencio. No daré más información, pero qué a gusto me he quedado.

El martes creo que fue, pasé media mañana vagando por un Retiro solitario, medio en penumbra, medio otoñal, silencioso. Dos detalles: un barrendero que escuchaba bajito ópera y unas monedas olvidadas sobre un banco, que me sugirieron una historia en la que estoy.


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