madrugar me mata

En la clasificación humana que nos divide en diurnos y nocturnos yo soy definitivamente b. Produzco más de noche. Soy más activa. Más pichi. Más mona. Más lectora. Más escritora. Más simpática. Más todo y todo bueno.

Esta maravilla del mundo tiene su oxímoron en las mañanas siguientes. Las mañanas torroja hoynomepuedolevantar. Las mañanas del humor terrible. Las mañanas en las que sin rubor digo no sé ni cómo llegan los pins al cole. Si no fuera por una fuerza sobrenatural que -entre nosotros- no sé de dónde sale, los pobres serían mowglis. Ahí, sobreviviendo solos en la naturaleza desordenada de la casa.

Aunque, pensándolo bien, serían mowglis si fueran diurnos. Lo peor es que no lo son y la falta de ese despertador humano es un tremendo bache en mi infinito camino hacia la perfección maternal.
 
Conociéndome, pongo no menos de tres despertadores lo suficientemente alejados de la cama como para imponerme la obligación física de levantarme (no hay nada más perturbador que un sueño feliz interrumpido por un monótono, temprano y chirriante sonido absurdo). Me zarandeo inconsciente de vuelta al calorcito del edredón y vuelta al sueño y vuelta al ruido y vuelta al sueño y voy empezando a ser consciente de que vaaamoossssssssssssmieeeerdaaaaaaa nollegamos nollegamos nollegamos.

Y así un alto porcentaje de mañanas. Las hay que no, que entre sueños decido que no, que no puedo con la mañana, que total, no es tan mala la idea de que se incorporen en el recreo. Así no molestan llegando tarde. Autoconvencerme y perder el sentido es instantáneo.

Por eso adoro los fines de semana. Noctambuleo en mi salón de luces ténues y jazz bajito y mañaneo en la cama hasta el aburrimiento. Son días tranquilos. Desayunamos tarde. Comemos tarde. Vivimos sin prisas. LLega el domingo y los ojos como platos. LLega el lunes y mecano.

Por eso días como hoy son un reto. C tiene que estar inevitablemente en el cole a las nueve cero cero. Es fundamental. Es importantísimo. Tiene un exámen. No puede llegar tarde.

No puedo llegar tarde mamá.

Tranquila, confía en mí.

Mamá, que no puedo llegar tarde.

Que ya. Que tranquila.

Despiértame a las siete y media.

Vale.

¿Me vas a despertar a las siete y media?

Que sí.

Sentir esa confianza ciega es alentador.

Y meterme en la cama con la presión de las siete y media también bien.

Pero lo realmente bueno llega con la acogedora cama posterior al primer despertador. Los ojos que no pueden abrirse. El incoherente balbuceo

Ccccccczzzzzzzzzz

...

Ccccccczzzzzzzzzz

...

Segundo despertador y cama. Más cccczzzzzz, más consciencia (no te duermas no te duermas no te duermzzzzz), más de lo mío.

Tercer despertador.

C, C vamos despierta. ¿No querías levantarte a las siete y media?

Ya nozzzzzz.

zzzzzzz

Este último sueñito ya es angustioso. Empieza a no ser lo mismo. La cabeza vuelteando. El cuerpo empieza a moverse. La cabeza que no para. No vamos a llegar. No vamos a llegazzzz no. Espabila.

C

Mmmmzzzzzz

Venga C, que tenemos que llegar pronto.

Mmmmzzzzzz

Voy a despertar a M

Mmmmmzzzzz

Empieza el día.

Hemos salido a menos cuarto de casa (mejor marca personal). 

Odio madrugar.



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