¡mandabasta!

Todos los años igual. Llega el invierno, aparecen las primeras mandarinas y se convierten en nuestros must del frutero. Me encantan. Compro todas las semanas. No nos quedamos sin. 

Todos los años igual, entrado ya el invierno un compañero del trabajo trae cajas de milmillones de kilos de mandarinas de Castellón y me puede el ansia. Me encantan. Me hago con (afortunadamente voy aprendiendo) media caja. Nos salen por las orejas. Empezamos a cogerles manía. Hago bizcochos de mandarina como para una boda. Las exprimo. Las comemos. Las regalamos. Nos colocamos en el abismo de la sobredosis de mandarinas.

Todos los años igual. Acabo angustiada de mandarinas y muchas de ellas terminan empochándose en el frutero en el que sus amigas más tempranas brillaban tan bonitas.

Y así he empezado esta semana, preguntándome cómo es que vivo en este bucle infinito de mandarinas. Cómo cada año pienso que voy a poder con todas, que los bizcochos son divinos (la verdad es que ya me salen bien primor), que qué aporte tan divino de vitaminas y tantas cosas más y cómo cada año -invariablemente- termino hastiada de mandarinas. 

Aparentemente solo me pasa con esta fruta. El resto bien y cuando llegan pues divino. Yo no sé qué tienen las mandarinas que me generan este colosal instinto acaparador.

Por lo demás también bien. 


Ayer quité el árbol de Navidad.

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