el regalo

Debió ser más o menos cuando cumplí 20 años. 

Mi tía Mamen me regaló una ¿estola? ¿capa? negra, ribeteada en piel (espero que sintética). En aquel entonces el regalo me dejó bastante patidifusa. No me imaginaba yo saliendo por ahí (y eso que mis saliditas no eran nada discotequeras) con la capaestola vuelta sobre el cuello.

Tan patifidusa me dejó que no había vuelto a verla hasta anoche. Y es que la semana pasada me trajo C de su otra casa una bolsa con cosas mías que había aparecido, supongo, en alguna maleta vieja del garaje. Ayer por fin tuve el rato para abrirla y ver su (mi) contenido.

En la bolsa reconocí pertenencias mías antiquísimas y requeteusadas en vidas anteriores y esta capaestola que, de pronto, me pareció divina. Qué digo divina, divinísima.
No es que ahora sea una fashion victim, que no (ffffff ayer en vez de capaestola salí de casa en bata. Claro, que no cuenta, porque la bata es también divina y si no te fijas mucho parece una chaqueta larga de punto). No es eso, más bien debe ser que ahora debo tener la edad de recibir este tipo de regalos, ¿no? Y es que las cosas llegan cuando tienen que llegar y si lo hacen a destiempo terminan por pasar desapercibidas.

Y aquí me tenéis, reflexionando sobre esto que me ocurrió ayer de recibir un regalo de mi yo del pasado. Un regalo que le hicieron hace 20 años a mi yo del futuro.

Llamadme Lucy McFly.

La cosa es que con mi nueva capaestola hoy he despertado la admiración de los que me conocen. También puede ser que no me vean con algo así, tan mono, yo que soy tan de botas de montaña y forro polar.

Y la cosa también es que estoy encantadísima de empezar esto de los rigores otoñales (aunque parece que el viernes volvemos a los 25 grados) enfundada en esta cosa tan ideal que me hace sentir calentita y monísima.

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