italia mola mil

Unos días en Italia, aunque sea por trabajo, nunca vienen mal. Cambiar de aire es fenomenal. Y de rutinas y -me vais a entender muy bien- de comidas. El cambio de comidas ha sido un gran paso para mi sonrisa. 

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Los viajes de trabajo siempre son rollo para el que los hace y ganan las olimpiadas de dar mucha envidia a los que se quedan. Son rollo porque no puedes hacer las mil cosas que harías de viajera y eso sólo lo sabe el que está en ello, los de la envidia se imaginan cosas que en realidad son no rotundos.

Aún así, regalan momentos buenos. Se comparten experiencias diferentes, resulta más fácil reírse que en un día normalito de oficina, lo de la comida de antes, los nervios, la satisfacción de cuando todo sale bien, las anécdotas con las que abrasar a los preguntantes a la vuelta.


Como aquél primer día en el que los zapatos y yo empezamos con mal pie y tuve que volver andando descalza al coche que -entre nosotros- no es algo que me espante ni mucho menos.

O la persona que me perturbó mucho mientras cenaba un pulpazo con puré de patatas moradas. 

O la mañana de recorrer pueblos y pueblos. Un acto aquí, otro allí. En éste paramos para que unos estudiantes de arte practiquen antes del examen, en éste otro hay un comedor social. 

O el sábado, un día de trabajo fenomenal. Desde las ocho de la mañana hasta yo qué sé la hora de la noche en la que me desmayé por fin en la cama (el sábado ya me hice amiga de los       tacones y oye, todo el día). 

Lo bueno del cansancio monumental es que he dormido como nunca de profundo. Me despertaba cada mañana maldiciendo el despertador -eso en mi vida es un must- pero con energía y ganas de más.

Mis compis de viaje, unos amores. Nos hemos organizado muy bien y nos hemos llevado también muy bien. Repetiría mucho con ellos.

Y un par o tres cositas bonitas. Una, es este la poesía é veritá que encontré escondido en un cuadro. Me gustó tantísimo que me desconecté temporalmente de mis compañeros y cuando me quise dar cuenta se habían perdido todos menos yo. Hice unas fotos para ponerlas por algún lugar de mi casa. Me encantó.

También fue especial una tarde de tormenta. Veía caer la tromba sobre unas láminas de madera y también me emocioné. Soy de lágrima facilita. Me quedé ahí mirando y lo mismo que antes, saqué la cámara y guardé para siempre la imagen.

Y la última me ocurrió ayer y de ésta no tengo foto. Un poco antes de coger el avión dimos un minipaseo por Milán. Ó quería entrar a la catedral, pero la cosa estaba imposible de filas interminables. En una callecita cercana apareció una basílica estupenda con un cimborrio espectacular y oye, ya que no has podido entrar en la catedral, entra aquí. Y mira, voy a entrar yo también que quiero ver cómo han gestionado el interior del cimborrio

Dicho y hecho. Abrí la puerta, entré y ooohhhhh todo me sobrecogió. La estructura, el silencio, las personas que había dentro, la luz tan tenue, el frescor, las pinturas. Me hubiera quedado allí toda la tarde.

Pero no podía ser.

Un avión con problemas de maletas nos esperaba para traernos de vuelta a Manza. Y tan bien. Esta semana hay tres que la vamos a empezar con una sonrisa y una caja de buenos momentos para recordar.

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