mis lecturas de junio

Hace tanto tiempo de junio que al repasar la lista de los libros que leí no me acuerdo casi de nada. Si confío en lo que me cuenta mi lista, de junio son El asesino del ajedrez, de Mercedes Gallego; La última noche en Tremore Beach, de Mikel Santiago (éste es el único que recuerdo bien); Un verano en el campo, de Heike Wanner y Muerte entre líneas, de Donna Leon. Y como ahora tengo un lío fenomenal de libros físicos y electrónicos hay uno que ni encuentro. Así que voy a darme una vueltecita por internet a ver si se hace la luz.

El asesino del ajedrez lo es en serie y en Barcelona. Ha distribuido la zona del ensanche a lo tablero de ajedrez y ha iniciado una partida en la que van cayendo peones, alfiles... que son obreros, policías... ciudadanos que por alguna semejanza con una figura y por estar en una cuadrícula determinada van siendo sacrificados. Sobre cada cadaver un manuscrito con un movimiento (TR6xA, mismo) y un arma blanca con empuñadura tallada con forma de figura.

El caso se asigna a una inspectora que se llama Ramona. Un día veremos la importancia de los nombres. En este caso, Ramona, tan contundente y exuberante, enseguida nos dibuja el personaje.

Lo demás, lo normal en estos casos. Tribulaciones, angustias, enfurruñamiento de los superiores, pistas, persecuciones, complicaciones y resolución final del acertijo para mayor gloria de la policía.

Resulta entretenido. Ideal para la playa. Entre nosotros, es difícil encontrar una joya en este mundo de libros al por mayor.

En Tremore Beach la cosa también pinta regular. Este libro lo compré por la portada, por el título, por Irlanda, por los acantilados y por las tormentas. A pesar del batiburrillo de excusas absurdas para comprarlo, tengo que decir que me ha gustado bastante. Para variar, la trama va de muertes violentas. Es un libro de intriga, eso que los que saben de esto llaman thriller psicológico. Un músico recién separado y con una crisis existencial de esas que quitan hasta la inspiración, se alquila una casita del tipo que todos nos alquilaríamos (todos los que seáis como yo, of course) a saber: en Irlanda, cerca del mar, aislada pero más o menos cerca de un pueblecito en el que fijo huele a chimenea y tarta de frambuesas y crema pastelera. Muchos acantilados, mucha lluvia, vecinos de kilómetros muy acogedores y cenas con vino del bueno.

Pues una noche de éstas de cena y vino, al protagonista le cae un rayo en la cabeza y -esas cosas que pasan- sobrevive en nombre de la historia que viene. El accidente le deja secuelas en forma de migrañas brutales y visiones extrañísimas que nos harían creer -si no supiéramos que lo que tenemos entre manos es un libro de mucho miedo- que el pobre ha enloquecido. Las visiones son tan auténticas, tan reales, que nuestro Pete lo pasa fatal.

Entre unas cosas y otras conoce a una muchacha estupenda con la que intuímos que llegará a ser muy feliz y a superar lo de la ex, que no lo he contado pero se fue con otro y se quedó de paso con la custodia de los niños.

Total, que las visiones se van convirtiendo en hechos. Las visiones siempre son de mucho miedo y mucha sangre y muchos muertos. Pequeñas tonterías (una madera rota, un modelo de un coche) se van consolidando como realidades y mientras Pete enloquece porque si lo pequeño se convierte en realidad, a la sangre no le debe quedar mucho, el lector está superintrigadísimo porque vamos a ver qué pasa con los sueños y los malos, que ya están en la gasolinera.

El final es un poco traido por los pelos, cosas de espías. Pero todo acaba como tiene que acabar: Pete recupera la inspiración y vive para siempre jamás feliz con su nueva compañera, quién se lo iba a decir según estaba de perjudicado en los primeros capítulos. 

La vida misma.

Lo del verano en el campo es tremendo. Tres primas urbanitas se van a vivir a una granja que han heredado del hermano de sus respectivas madres. Un hermano que acaba siendo padre de las madres y abuelo de las primas. Una historia sobre lo feliz que se vive ordeñando vacas, lo guapetones que son los granjeros, los enredos familiares, una prima que se queda en el pueblo y abre una librería, otra que es publicista y también se queda y va a trabajar desde casa. Por supuesto su novio no le pone ninguna pega y se va a vivir a la granja también. La otra prima (pobre, casada con un calzonazos manipulador) descubre su fortaleza y en fin, que pasar una temporadita en el campo con la familia es esencial. No sé qué hago aquí, que ni huele a establo ni ná.

Y Donna Leon, que es ir sobre seguro. La muerte entre líneas ocurre en Venezia, en un embrollo fenomenal de tráfico de libros antiquísimos, incunables y manuscritos. ¡Viva el mercado negro de libros! Aquí el comisario es Brunetti (un clásico) y los personajes muy mediterráneos: el cura, la condesa, la bibliotecaria con gafas, el poli tontaina. Todo con muchas recetas de sus platos preferidos y agradables descripciones de Venezia, tan detalladas que el día que vaya me llevo el libro y la veo de rechupete.


El final de junio ha sido caos en mi vida. Afortunadamente dió paso a un principio de julio feliz de valencia y almería. Feliz de mar, de playa, de sol, de pins, de descanso de manza. Feliz de cielos azules, de olor a sal, de cantar a gritos en el coche, de encadenar pensamientos. Feliz también de llegar a casa y miau. Feliz de todo el verano que queda por delante y del montón de libros que van a ser.

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