el estanque

La primera vez que vi a Verónica parecía salida de un pozo negro y sucio. Sólo sus asombrosos ojos azules aparecían limpios de mugre y vida. Su ropa eran andrajos. Su pelo, enredado y largo, le cubría repugnante la cara a medias. Caminaba doblada sobre su cintura, agachada, huidiza. Caminaba con el miedo del que a quien después de siglos oscuros deslumbra la luz.

Y la luz de aquélla mañana de junio brillaba como mil malditos doblones de oro.

Estoy estancada. Esto de arriba es lo más emocionante que he escrito en meses y reconozco que no es mucho escribir ni bueno, pero una está a lo que está y las emociones de la última vida no dejan mucho margen para el descanso.

Pero este estanque de ahora no es como otros en los que me he bañado. En éste de momento no me agobia nadar. Otras veces quería salir quería salir quería salir y recuperar el tiempo perdido y volver a mis tostones, pero esta vez me lo estoy tomando con calma. Me apetece quedarme aquí, estancada, y disfrutar del buen tiempo que hace. Verónica puede esperar (es increíble cómo funcionan estas cosas, pero llevo meses enganchada a este nombre) y a lo mejor hasta le va bien quedarse en el primer párrafo.

Reconozco que de vez en cuando me entran prisas creativas, más agobios que prisas, y que me angustia estar en el centro del estanque con escasas posibilidades de llegar a la orilla antes de que pase esa fracción de ideas.

Peeero, así son las cosas… unas moradas y otras rosas.

¡Qué descanso! flotar mirando al cielo y escuchar eso que pasa dentro.

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