Cuando tu derecho choca frontalmente contra el mío

Ayer soporté una situación muy desagradable. Un vecino de mi pueblo –iba a decir que me increpó públicamente, pero lo que hizo fue agredirme verbalmente en la vía pública- me usó para canalizar todas sus frustraciones.

Este señor tiene varios problemas vitales de imposible solución y eso le frustra. Y como le frustra y no se siente capaz de hacer nada al respecto utiliza el camino más corto para desahogarse: el grito.

Recurrir al grito y al insulto parece que nos llena de razón, y entonces buscamos un muro sobre el que descargar nuestra rabia, unos oídos que llenar de improperios, unos ojos testigos de una boca escupidora, alguien enfrente a quien hacer temblar.

Y ayer la de enfrente fui yo. Encajé estoica el mal momento más por la impresión que por un estupendísimo saber hacer. Estoy segura de que sin el elemento sorpresa, al incívico de ayer le hubiera costado mantenerme la mirada.

Pero todo fue muy inesperado y de vuelta a casa y por la noche y esta mañana no hago más que pensar por qué permití que un mal entendido derecho a la libertad de expresión vulnerara mi integridad moral.

La respuesta a un grito no puede ser silenciosa, porque el grito se hace fuerte en el silencio. Un grito merece desprecio y como de todo aprendemos, al próximo le dedicaré mi más sentida desatención.

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