El golpe

Los días se suceden con tanta celeridad que olvido detenerme, mirar alrededor y disfrutar de los colores y del sol de repente sobre la piel.

Estos días en blanco, de una ausencia absoluta de creatividad, son ideales para forrar libros y asentar el recuerdo de mil paseos matutinos por Bloomsbury, que han calado hasta los huesos una delicadeza espléndida para el ánimo éste raro que asumo con tanto desparpajo.

Llevaba unos días absorta en la belleza. En la idea de belleza y en las cosas bellas porque sí, que al final es todo si nos dejamos llevar por el asombro y la inocencia de las miradas nuevas. Me angustiaba no poder escribir todas estas ideas que parecen tornados cerebrales y hace un rato, en un café con una amiga, me he dado cuenta de que algo se está preparando ahí dentro. Sólo es cuestión de tiempo que salga a raudales y desborde los muros de contención de estos días que parecen estériles. Parecen, pero no.

Aparte de estas cosas tan sutiles, hoy me he dado un porrazo colosal. Un socavoncito que no he visto y ¡zas! las dos rodillas de jardín de infancia. Ahora bajo las escaleras con la cabeza llena de ideas -la vida es lo que vemos en los ojos de la gente, frase de V. Woolf que es punto de partida de algo, me temo. Seguramente del rio ese que piensa desbordarme- de ideas, decía, y punzadas de dolor. Ay, ay, ay, ay... a lágrima por escalón.

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