Por la vuelta a la normalidad

Después de un fin de semana misero, que no mísero, necesito tiempo para recuperar mis creencias no religiosas. La primera misa fue curiosa, no en vano, era mi reentré en ¿15? ¿20? años. Me llamó la atención que cantaran lo de siempre, y -ssshhhhhh- casi me animo con las palmas.

Ni seis horas habían pasado y ¡zas! la segunda. Con la promesa del “nada, mujer, si sólo son unas palabras” entré en la iglesia con la cabeza llena de una historia que empieza “De repente, Sarah.” Advierto que el previo a la misa fue antropológico, quizá por eso mediada la liturgia me centré en lo que había a mi alrededor y en su significado. Entre unas cosas y otras, ésta segunda casi me convierte. No sé si por fragilidad personal o porque después de una hora y media uno pierde el sentido de la vida.

Llegué a casa agarrotada y a dormir, y esta mañana -sin posibilidad de recuperación- la tercera. No sé si le estoy cogiendo el tranquillo, pero ésta se me ha hecho hasta corta.

Es curioso que estas cosas cambien tan poco. No me refiero ya a las oraciones y las cancioncillas o al mes de las flores. Son esas señoras que cantan entusiasmadas y las que te miran mal cuando pasan con el cestito, por no echar unas monedillas que financien a la iglesia, o los que murmuran, o los que critican, o los bebés llorones que por qué no lo saca usted, señora. No he tenido ocasión de ver si había adolescentes ligando, pero me lo creo.

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