Rosa chicle

Aún no había decidido el emplazamiento exacto del día y C & M ya estaban haciendo de las suyas: la una daba brinquitos en las rocas de los erizos y el otro se estaba ahogando. Cuánta tranquilidad, pensé, mientras extendía mi toalla, esa que tardó exactamente un vistazo en llenarse de piececitos de arena mojada y algas viscosas guárdalas-que-no-se-pierdan (ya ves).

Derrotada y aún vestida, a pesar del aplastante calor, caí sobre la toalla relimpia y revueltaaensuciar, total, ya qué más da y me puse a revolver en la bolsa hasta encontrar el último libro. Lo dejé a mi lado y me quité el vestido (con poca gracia para lo que yo soy, lo mismo atareada por la desaparición momentánea de los querubines). Extendí las regordetas piernas y con un pie distraído me quité la sandalia del otro. Horror. Me descalcé el segundo pie y metí los deditos en la arena, para disimular.

No recordaba que había estado jugando a chicas con C y que mis pies estaban tuneados al más escalofriante estilo pinkyglam.

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