Como decíamos ayer

Anoche disfruté de una especie de jolgorio interno, I recognize. Que qué lástima tener 35 y no 17, que él fuera Barceló y no ¿enrique bunbury? y estar en un sitio de mayores y no –no sé- en la fnac o así.

Pude contener el momento fan de lanzarme en plancha y llorarle un dibujín-de-nada-hombre dedicado, pero no me podéis pedir una noche estoica, de aquí no ha pasado nada.

Aún así, el nuevo día ha calmado el ánimo y ahora ya puedo reflexionar sin pálpitos sobre el tema tan manoseado de la mujer florero qué-mona-pero-qué-mona-voy.

Paso de puntillas y sin hacer ruido (quiero decir que lo dejo para otro día) por lo de las azafatas, que considero vestigio de otro mundo en el que los negocios eran cosa de maridos de mujeres tan fenomenales como enruladas o llenas de sopas y mocos.

Pero lo otro no lo entiendo. Y que yo sepa no es envidia cochina. Lo otro. Las mujeres artificiales, llenas de bocas que no son suyas, de mejillas de saldo, delgadas y aaaaaaltas, pero de kilométricas agujas. El mismo corte de pelo, las uñas perfectas, y ese aire o sea que las envuelve.

Son mujeres sin expresión y diría que sin vida más allá del espejo. No se ríen, no lloran, jamás las oiremos gritar. Se acercan despacio, retiran la melena de la cara con un estudiado movimiento meibelín y ¡pasan de las croquetas!

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