La globalización y el membrillo

Empiezo por el membrillo, ya que lo tengo ahí cociendo desesperado en la olla de los caníbales. Aún no sabe que se va a convertir (yo tengo dudas, lo confieso) en un delicado dulce del que disfrutaré durante siglos, porque no lo sabéis, pero el jueves me regalaron 15 kilos de membrillo. QUINCE. Menos mal que venían con instrucciones.

- Muchas gracias, qué amable.
- Nada, nada mujer. Que los disfrutes, eso es lo que importa.

Cerró feliz Conchi la puerta, con la evidente intención de olvidar que me dejaba sola, a unos cuantos escalones de la entrada de casa, con diez toneladas de malditos membrillos que -creo- se estaban riendo de mí (pobres, si hubieran intuido lo de la cazuela...).

El jueves no pensé mucho en ellos. Bastante tuve con recuperar los higadillos, perjudicadísimos después de la subidaperurena. El viernes ya sí. Ocupaban media cocina, tal vez por eso tomé la decisión de cocerlos, cosa que dejé para ayer. Toda la tarde y cuatro ollas (una mía y tres prestadas) me llevó.

Pero con eso no basta, claro, y aquí estoy, como la bruja del cuento, sólo que sin ranas en el perolo, venga a dar vueltas, venga a dar vueltas (y ya van dos horas).

Definitivamente abandono la bella idea del membrillo que una vez me regaló Antonio López. El marrón éste del regalo le ha quitado un montón de delicadeza al tema.

En cuanto a la globalización, pensé en ello ayer, al ver mi casa periódicamente inundada por una nueva generación de niños con cestitos en forma de calabaza gritando trucootrato trucootrato. Los pobres no sabían lo mío con el membrillo y creo que no daban crédito a la mari del mandil que les regalaba sudorosos gestos llenos de mala leche desde lo alto de la escalera con su cuchara de palo.

Sin proponérmelo, elegían salir corriendo.

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