Historias de madrugada (i)

No podía dormir, así que me he dado una buena ducha y me he bajado aquí a leer y a escribir. Una bebida calentita a la derecha y unas cuantas velas encendidas han mejorado mi humor de insomne.

Aún no hace demasiado frío, pero el viento (sí, sí, he abierto las ventanas de par en par) ya regala olores de chimenea. Mañana sin falta iremos a buscar piñas, aunque conociéndome ya será en marzo. Lo de coger piñas, digo.

Estaba pensando hace un rato que me gusta octubre. Creo que es el mes que más me atrae. Y no tiene nada que ver van morrison, ¿o sí? Me gusta mi árbol, el que aprovecha octubre para disfrazarse de otoño.

En la carretera por la que se llega a mi casa hay una zona de ocho kilómetros (más o menos) que es fantástica. Está flanqueada por árboles a ambos lados. Llego e invariablemente me relajo. En esta época reduzco la velocidad, abro las ventanas y dejo que todo me envuelva. Los colores, los olores, la vista. Casi siempre vengo escuchando la radio y casi siempre la apago al llegar aquí. Es un pequeño placer, de esos que nunca se consideran hasta que -como ahora- salen de no sé dónde.

Hace muchos muchos años, más o menos tendría ¿16?, un día de verano recorrí este camino con dos amigos en bicicleta. Para habernos matado: por supuesto sin casco, por supuesto en paralelo y por supuesto en traje de baño los tres. Toda una aventura. Entonces no me fijé mucho en la belleza del camino, la verdad. Supongo que iba más preocupada por componer cierta estampa “verano azul”.

Lo que ha llovido desde entonces. El miércoles sin ir más lejos, de vuelta a casa, me encontró un tormentón en la mitad del camino éste idílico del que hablo. Tardé tres segundos en cerrar las ventanas (bucólico hasta cierto punto, oyes) y dos más en detener el coche en mitad de la carretera. Y allí me hubiera quedado si una señora muy simpática no hubiera estampado su coche contra el mío, pero eso ya es otra historia para otra madrugada.

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